martes, 26 de octubre de 2010

Afán regulador, o cómo coartar libertades en pos del bien común

Hola Lector(es) y/o Lector(a),

La empresa donde (se supone que) trabajo ha aprobado unas normativas sumamente estrictas sobre el uso de, entre otras cosas, al acceso a Internet. Esta empresa (pública), obsesionada compulsiva e irracionalmente con las siglas, las normativas, las palabras vacías y la jerarquía en diagonal, va a registrar, a partir de ahora, todos los movimientos de los usuarios en la Red de Redes. Gravarán qué se consulta, qué páginas se visitan, las descargas efectuadas... Controlarán de quién se reciben mails, a quién se envían, su contenido y su importancia. Prohibirán la instalación de cualquier programa en el ordenador del trabajador, recomendando no hacer uso de la memoria local, guardando así toda la información en la red interna. Y, por supuesto, se establecen sanciones (no hay avisos previos) disciplinarias y monetarias para todo aquel que vulnere dicha normativa. Viva el Führer?

Esta normativa (¿por qué llamarla normativa cuando quieren decir prohibición?) es, aunque de índole personal, una muestra más de la serie de prohibiciones que, en nombre de la buena gestión y de la libertad colectiva, atentan contra los derechos del individuo. En esta nuestra ciudad, condal para más señas, la legislación municipal, durante la época democrática, ha sido reiteradamente endurecida con normativas (de nuevo repito, es un eufemismo de prohibición) respecto a cualquier acto al aire libre (que no deja de ser paradójico, siendo aire libre pero habiendo legislado sobre ello. Debería decirse "aire controlado").

Se prohibió en su momento el poder patinar por la ciudad, porque molestaba a los transeúntes, con la promesa incumplida de crear espacios urbanos adecuados para tal fin. Se prohibió hacer botellón (una de las normas más restrictivas y más aplicadas por las fuerzas represoras, o protectoras, seguramente porque los "delincuentes" son jóvenes) porque molestaba a los vecinos, cuando se multiplicaron las terrazas de los base, incluso a altas horas de la noche. Se sancionó más severamente orinar o defecar en la calle, cuando incluso un perro tiene derecho a ello, pero nunca se construyeron lavabos públicos.

Se prohibió la mendicidad en las calles, pero no aumenta el número de comedores sociales o de hospedajes públicos. Se limitó a 80 km/h (y bajando) la velocidad de los vehículos al entrar en la ciudad, no saben bien si para evitar accidentes o para reducir la contaminación, pero no se potencia el transporte público; es más, incluso el precio de una T-10 es incrementado anualmente por encima del IPC. Se persigue a los ciclistas que vulneran las normas viales, pero no se añaden más carriles bicis, ni se arreglan los peligrosos baches y agujeros en el pavimento de las calzadas.

Se instaura en toda la ciudad unas "áreas verdes", cuando no se reduce el impuesto municipal de circulación ni, repito, no se potencia el transporte público. Se prohíbe fumar en interiores, pero aumentan los impuestos del tabaco. Se multa a los comercios por no rotular en catalán. Se instalan radares escondidos a la caza de infractores en afán recaudatorio. Se incentiva a los urbanos, o mossos, o conductores de grúas municipales para que incrementen el número de multas y sanciones, aunque haya caído la mayor nevada en décadas en esa misma ciudad. Se prohiben los toros, pero sólo en los ruedos.

Legislando y prohbiendo, instaurando normativas, aprobando reguladoras cívicas, pero la ciudad, la sociedad, no mejora. Está peor que nunca (o igual que siempre, si somos optimistas), pero tenemos menos derechos individuales y más protección (teóricamente) colectiva. La intromisión del Estado en la vida ordinaria, en la libertad individual, es tal que empieza a aprisionar y a ahogar el espíritu del ciudadano. La libertad de uno empieza cuando el Estado deja de legislar. Así es la sociedad que hemos construido; jamás tuvimos tantas libertades (de iure) y tantas prohibiciones (de facto). Y lo peor es que, al menos municipalmente, la jodienda nos viene de la izquierda, progre-pija para más inri, cuando debiera ser la más protectora con los derechos, la menos entrometida en el individuo y, por supuesto, la menos autoritaria. ¿Hemos llegado a tal estado de perversión ideológica que la esperanza nos tiene que venir de la derecha? ¿O tampoco?

Una vez leí (perdón por no recordar quién dijo qué y, aún y así, citarlo) que, entre una persona estúpida y una persona malvada, era de preferir a la malvada, puesto que la estúpida haría mal a todos sin beneficio de nadie, y en cambio, la malvada haría mal a todos en beneficio suyo. Al menos alguien conseguía algo...

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