lunes, 16 de agosto de 2010

Sueño rural de un finde de verano

Hola Lector(es) y/o Lectora(s)

Imagínate por un momento un paraje idílico, bucólico. Unos montes de pinedas y robledos y un pequeño valle entre ellos. Justo en medio del valle, un río describe su curso flanqueando una colina, en cuya cima se erige un castillo de piedra. Entre el castillo y la ladera de la colina, se extiende un número reducido de casas, mayoritariamente blancas. Sabes, porque lo sientes, que es un pueblo perdido, alejado de la civilización.

El tiempo aquí se ralentiza, prácticamente se detiene, mientras observas cómo la brisa mece ligeramente las banderolas que engalanan las calles estrechas, puesto que el pueblo está en fiestas. Y por una calle aún más estrecha, por donde sólo se puede acceder a pie o a tracción animal, encuentras, casi sin querer, la plaza mayor, con forma geométrica abstracta, y una modesta fuente en el centro, si lo hubiese, desde la que manan cuatro chorros de sus cuatro caras.

Desde la fuente, si te sitúas en su cara norte, y levantas la mirada hacia el cielo, se ve reinar el castillo como si fuera un rascacielos de piedra, sobresaliendo de entre los tejados de las casas bajas, acomplejadas por su tamaño. Y justo a la misma altura del castillo, pero en un saliente de la colina, aparece la escultura de un cristo, al que los lugareños le llaman "santo", con los brazos extendidos, como quien inicia un abrazo protector que acaba abarcando a todo el pueblo.

El aire huele a puro, a árbol y a roca, a flor y a guirnalda, a romero y a carne de caza. Huele a tranquilidad, a quietud. Huele a esfuerzo y a nostalgia, a vejez y a esperanza. Y todo mezclado, te evoca a otras épocas ya pasadas, donde el sudor de la frente era moneda de cambio, y el cambio era inimaginable.

Ese es mi pueblo. Y al volver a mi ciudad, he roto el ensueño, para caer, de nuevo, y durante un largo periodo, a la cruda, cruel, cruenta realidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario