viernes, 17 de septiembre de 2010

El mar, la mar


Hola Lector(es) y/o Lectora(s),

La dualidad del mar siempre me ha fascinado. Por un lado, el mar, frontera inevitable de los terrenales, infranqueable horizonte que mece la tierra y la esculpe con sus inagotables vaivenes. Ese enorme trigal azuloso, fuente de tormentas violentas y oleajes invasores de paseos marítimos, nos marca, irremediablemente, el límite de nuestra habitabilidad.

El mar es pobre, y cruel. Aquellos que se atreven a adentrarse en él para, con suerte, sacar rédito agropecuario, sin que ello signifique su hundimiento literal, tienden a temerlo y a respetarlo. Pescadores y marineros, auténticos dueños del mar, siempre han sido extremadamente pobres, pero continúan penetrando en el gran azul, como hechizados por sirenas imaginarias y cantos lejanos. Quizás sea la fuerza de las olas, capaz de destrozar cualquiera de los intrépidos botarates que icen vela alguna; quizás sea la espuma que de ellas se deriva; quizás, tal vez, sea la deriva del camino, la soledad y aislamiento que se produce cuando se navega en el gran mar.

La mar, por el contrario, se puede ver (a ojos de un costeño) no como frontera, sino como una puerta más allá de la tierra seca, como una gran ventana en nuestra casa, como el gran enemigo de la claustrofobia del habitante del interior, acostumbrado a montes y montañas, a campos y praderas, a muros físicos de roca y piedra, que atrapan, estremecen y aprietan su alma; como una enorme celda se comporta con nosotros esa tierra donde nos ha tocado, capricho de la evolución, sobrevivir.

Contemplar la mar, y más si ésta permanece en calma, es sentir la inmensidad del cosmos, sólo comparable a alzar la mirada hacia las estrellas una noche despejada. La mar libera la imaginación, abre nuestra mente hacia algo intangible, inacabable. Sus susurros soslayan los sentidos y sus murmuros, que mueren con las olas, permanecen en el recuerdo aún más allá de la misma eternidad. La brisa marina, que azota la costa, salándola a su paso, rememora antiguas tempestades y vientos de otras latitudes. Y adentrarse en ella, en la mar, es volver a ese estado primigenio donde todo a nuestro alrededor era líquido elemento.

Fascina el mar, la mar.


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